Aqui estão três notas publicadas no último número da revista argentina de cinema El amante , que dedicou um espaço aos diretores Edward Yang, Ingmar Bergman e Michelangelo Antonioni, nomes notáveis do cinema moderno, recentemente falecidos, assinadas por Jorge García (Bergman e Antonioni) e Agustín Masaedo (Yang).
Ingmar Bergman - Rectificaciones y Señales.
En marzo de 1995 (EA 37), en la primera parte de un dossier realizado a lo largo de tres números –posiblemente, el mejor que se ha hecho en la revista– sobre la obra (hasta ese momento) de Ingmar Bergman, escribí una pequeña nota en la que terminaba señalando que el sueco era para mí, en ese entonces, un realizador –más allá de la innegable importancia que había tenido en mi vida– frente al que casi había agotado mis expectativas, que su obra pertenecía a mi historia cinéfila y del que ya no esperaba ninguna sorpresa. En diciembre de 2004 (EA 152) tuve oportunidad, con motivo del estreno de Sarabanda, de hacer una pequeña nota en la que rectificaba varios de los conceptos que vertía en aquel antiguo escrito, a partir de la revisión de varios títulos y de la exhibición comercial, primero de En presencia del payaso, un film en el que el director –sin abandonar sus temáticas recurrentes– optaba por un tono mucho más ligero y distendido, sin la gravedad que caracteriza gran parte de su obra, y luego de la mencionada Sarabanda, una de sus obras mayores y un autentico testamento fílmico, a la que voté sin vacilar como la mejor película del año. Pero quiso también la casualidad (o vaya a saber uno qué cosa) que la noche del 29 de julio hacia la madrugada (era en Europa el 30 por la mañana, hora en la que parece falleció IB) me puse a ver el DVD –aun no lo había hecho– de Creadores de imágenes, otro notable trabajo para la TV realizado entre los dos anteriores, con la legendaria Anita Björk –interpretando a la escritora Selma Lagerlof en un imaginario encuentro con el gran director y actor sueco Victor Sjöstrom (protagonista de Cuando huye el día)– y una asombrosa actriz a quien no conocía, Elin Klinga, a la que ya cabe incorporar a la galería de monstruos femeninos de la interpretación de su filmografía. Si bien tuve oportunidad de rectificarme en vida de Bergman, tal vez la visión de este film casi simultáneamente con su muerte haya sido un homenaje casi póstumo y una manera de volver a disculparme por aquel apresurado juicio vertido hace más de una década.
Michelangelo Antonioni - 1912-2007.
Es una desgraciada coincidencia que dos de los más emblemáticos realizadores del cine europeo de la década del 60, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni hayan muerto con horas de diferencia. Del realizador sueco se ha hablado bastante en El Amante, pero de Antonioni, a pesar de la importancia de su obra, al menos hasta 1966, año de realización de Blow Up (su obra posterior a ese año, con la excepción de El pasajero, es discutida hasta por sus más acérrimos exégetas) no es mucho lo que se ha escrito en esta revista. Nacido en Ferrara en 1912, hizo algunos estudios de economía, escribió crítica de cine en un diario y trabajó en un banco antes de irse a Roma en 1939. Allí escribió artículos para la revista oficial de cine del Partido Fascista y en los años 40 trabajó como guionista, primero para Roberto Rossellini y luego para Giuseppe De Santis, y fue asistente de dirección de Marcel Carné. Aunque sus primeros trabajos son contemporáneos al período de surgimiento y auge del neorrealismo, nunca fue un conspicuo representante de ese movimiento, aun cuando algunos de sus primeros y poco conocidos cortos intentaban reflejar diferentes aspectos de la vida cotidiana. Su debut en el largometraje se produjo en 1950, cuando ya contaba 38 años, con Crónica de un amor, un relato con una trama que recuerda vagamente las novelas de James Cain, pero en el que ya se advierten algunos de los rasgos estilísticos (los planos largos) y temáticos (la mirada crítica sobre la burguesía italiana) que alcanzarán su culminación en la siguiente década. Su siguiente film, La dama sin camelias, ofrecía una mirada poco complaciente sobre el mundo del cine y en sus dos obras siguientes, Las amigas, adaptando una novela de Cesare Pavese, y El grito, un relato que anticipaba la alienación de la clase obrera europea palpable en los años subsiguientes, los rasgos más característicos de su estilo narrativo se fueron profundizando de manera bastante marcada.Pero el verdadero impacto de Antonioni sobre la crítica y el público se produjo en 1960, año en que presentó La aventura, un film que como Sin aliento, de J.-L. Godard, aunque desde presupuestos bastante diferentes, rompía con las convenciones narrativas vigentes y las expectativas del espectador medio. La ruptura narrativa y el brusco cambio de tono que se producía a la media hora de película, la extensión de sus planos-secuencia, los prolongados silencios, la abundancia de tiempos muertos, la ausencia de “suspenso”, los espacios fríos y deshumanizados que acentuaban el vacío existencial de los personajes desconcertaron al público y buena parte de la crítica, acostumbrada a patrones estéticos y narrativos más convencionales. Su siguiente film, La noche, no alcanzó la misma redondez con las interminables caminatas de Jeanne Moreau y un tratamiento menos riguroso de los personajes, pero en El eclipse llevó sus propuestas a límites mucho más radicales, culminando en el prolongado final en el que una frustrada cita le permite mostrar durante casi diez minutos todos los lugares que transitaban los personajes sin que ninguno de ellos aparezca, sólo acompañado de los entrecortados sonidos de la música de Giovanni Fusco y la excepcional iluminación de Gianni Di Venanzo. El desierto rojo fue la primera experiencia de Antonioni con el color, un recurso que ya no abandonará y que aquí ocupa un lugar (demasiado) relevante en su intención de describir la neurosis de la protagonista, la siempre dispuesta Mónica Vitti. En Blow Up, adaptando de manera muy libre un relato de Julio Cortázar, incursionó en la vida londinense para realizar una lúcida reflexión sobre la realidad y su representación. Tras su fallido intento de análisis sobre los Estados Unidos de comienzos de los 70, Antonioni se tomó un prolongado descanso hasta la realización de El pasajero, una descarnada reflexión sobre la identidad que ofrece uno de los últimos buenos trabajos de Jack Nicholson y cuenta con un asombroso plano-secuencia final que es hoy todavía objeto de estudio.Su obra posterior está –al menos en mi opinión– lejos de sus mejores logros con algunos baches muy profundos, pero su filmografía entre 1950 y 1975 cambió muchos de los conceptos sobre el uso del tiempo y el espacio vigentes hasta entonces, profundizó la idea de presentar a los personajes esencialmente a través de sus estados de ánimo y ejerció marcada influencia sobre muchos realizadores posteriores, principalmente del mejor cine oriental. Y a propósito de esto quería contar una pequeña anécdota: en un Bafici realizado hace algunos años estuvo presente Tsai Ming-liang, quien ya comenzaba a perfilarse como uno de los más importantes realizadores del cine contemporáneo y allí lo entrevistamos con Quintín. Recuerdo que en un momento dado le pregunté si el final de su película Vive l’amour era una relectura del de La noche, a lo que el realizador reaccionó casi indignado. Pocos minutos después le dije que me hablara de los realizadores que más lo habían influenciado. Luego de reflexionar un instante me respondió: Antonioni... y continuó con algún otro.
(Por Jorge García).
Edward Yang - Forever Yang
La primera noticia que tuvimos de Edward Yang fue a través de “Nuestro enviado a la República China (Algo nuevo en el cine de Taiwán)”, artículo que Olivier Assayas escribió para Cahiers en 1984 (aquí fue editado, no hace mucho, en la antología Nuevos cines, nueva crítica de Paidós). Assayas, espectador privilegiado del nacimiento de la Nueva Ola taiwanesa, describía algunas características singulares de la isla: la imposibilidad de exportar la moneda local, que obligaba a invertir in situ; el dificultoso acceso de su cinematografía a los festivales internacionales (como la primera, derivada del insólito estatus diplomático taiwanés); la censura férrea y los subsidios gubernamentales, que hacían privilegiar a “los géneros tradicionales, el melodrama y el realismo poético, destinados al consumo local”; un cierto desinterés de los espectadores hacia su cine, que había causado bajas en la asistencia a salas y en la producción. “Todas las características insulares –resumía Assayas– están multiplicadas debido a la sensación de claustrofobia que no puede dejar de padecer el habitante de Taipei.”Las dificultades enumeradas por Assayas parecen haberse ensañado con la obra de Edward Yang –sobre todo, la falta de visibilidad internacional–, paradójicamente, una de las que mejor describe el estado del mundo contemporáneo. Yang, que había nacido en la Shanghai continental en 1947, crecido en Taipei y estudiado en Estados Unidos, supo encontrar –con esa mirada distanciada e íntima a un tiempo que fue su marca de estilo– motivos universales en esa claustrofobia insular.Con apenas un segmento del proyecto colectivo In Our Time (1982) y su primer largometraje, That Day, on the Beach (1983) –un laberíntico entramado de flashbacks de 166 minutos disparado por una charla de café entre dos amigas que se reencuentran, en el que el director se vale del soberbio trabajo con los encuadres y la luz del debutante Christopher Doyle–, Yang se ganó una merecida, aunque modesta, reputación en el panorama del cine mundial. Así seguiría siendo: merecida y modesta. Tal vez el único diagnóstico equivocado de Assayas –que encontraba a That Day on the Beach excepcional, aunque algo manierista– en el artículo de Cahiers haya sido creer que Yang estaba destinado a ser “el embajador del cine de Taiwán” y sus películas, “el principal producto de exportación del Nuevo Cine”. Ese lugar, por circunstancias diversas, le correspondería primero a Hou Hsiao-hsien y luego a Tsai Ming-liang.El 1984 desde el que escribía el director de Irma Vep preparaba cambios profundos para Taiwán. El hijo y sucesor de Chiang Kai-shek llevaba ese año a la vicepresidencia a Lee Teng-hui, quien tras la muerte del primero se iba a encargar de liberalizar el rigidísimo aparato partidario/estatal del Kuomintang. Las reformas de Lee, un nativo de la isla, permitieron instalar en el debate público cuestiones que los gobernantes chinos habían considerado tabúes hasta entonces; muy especialmente, la independencia de la isla. Como en todo planteo independentista, la búsqueda de la identidad nacional, de las raíces más o menos ocultas de la idiosincrasia, apareció en el orden del día para los intelectuales. Y el cine pudo lanzarse, por primera vez, a explorar y escribir esa historia taiwanesa de Taiwán. Taipei Story (1985), no casualmente, es el título del segundo largometraje de Yang. Coescrito y protagonizado por HHH, en el papel de un empleado textil en crisis con su novia, una profesional que estudió en el extranjero, Taipei Story puede leerse tanto como la crónica de la desintegración de una pareja como la de la desintegración de una sociedad. Demuestra, además, el firme anclaje en lo contemporáneo y lo urbano del cine de Yang, que, partiendo caminos con su ocasional colaborador, iba a conjugar la historia taiwanesa y la incertidumbre del futuro siempre en tiempo presente –con la notable excepción de A Brighter Summer Day (1991)–, siempre desde el cemento hostil y nocturno de Taipei. En Exilios en la modernidad de Jonathan Rosenbaum, uno de los estudios más lúcidos que se hayan escrito sobre el director (junto al libro de Jameson que EAR menciona acá al lado, con una de cuyas citas abre el texto de Rosenbaum), el crítico compara al binomio Yang/Hou con el iraní Kiarostami/Makhmalbaf, quienes también se habían encontrado en una película crucial para el cine de su país, Close Up (1990). “En cada par, un director es más tradicional y cercano a la clase trabajadora (Hou, Makhmalbaf), mientras que el otro está más cercano a la clase media y más influenciado por el Oeste, en especial por la cultura europea.” Justamente, el peso de esa influencia occidental, junto a los no menos importantes legados japonés y chino nacionalista, son los elementos que Yang iba a procesar en su película más ambiciosa, A Brighter Summer Day, para preguntarse acerca de la identidad taiwanesa, y contestarse que, tal vez, no exista tal cosa. Provocando ya desde el título –un verso de “Are You Lonesome Tonight?” de Elvis Presley, quien sobre el final del film describe a Taiwán como “esa islita remota”–, Yang traza un monumental panorama (que demandó cuatro años de producción y cuya versión final dura 230 minutos) político y humanista, melodramático y desesperanzado, sobre el significado de crecer en Taiwán en los 60, sobre las pandillas juveniles, la opresión estatal, sobre lo complicado que es decir “yo” en cantonés y sobre la noche de Taipei iluminada por linternas. Y sobre una muerte un poco ridícula y triste, como casi todas, como la suya, hace ahora un mes, en un hospital americano.
(Gracias Dude, esta vez por el título).
(por Agustín Masaedo).
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